La Transfiguración del Señor fue un acontecimiento que tuvo testigos como Pedro, Santiago y Juan: un acontecimiento localizable, que se sitúa en lo alto de una montaña, pero de carácter místico, como esas experiencias inefables que sólo pueden expresarse en un lenguaje figurado: su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.
Pedro, uno de los testigos de aquel acontecimiento, nos habla de él como si se tratara de una teofanía, como de ese momento en que Jesús les mostró su grandeza o se puso de manifiesto la gloria de Dios, que se hacía presente en Cristo Jesús, aquel hombre a quien ellos tenían por maestro, profeta, enviado de Dios. Y con el resplandor de la gloria, la voz autorizada de lo Alto que le proclama el Hijo: Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle. Dios le señalaba ante los testigos escogidos como su Hijo amado, no sólo con la palabra, sino también con el resplandor de su gloria. Así lo entendió Pedro. Por eso puede hablar del poder de Jesús y anunciar su última venida, porque ha sido testigo ocular de su grandeza. No se apoya, pues, en fantasías o conjeturas, en ilusiones nacidas de su deseo de inmortalidad, sino en una experiencia ocular y auditiva, en algo que él vio y oyó estando con Jesús y otros dos compañeros en la montaña sagrada.
San Lucas se atreve a describir esta experiencia con palabras similares a las empleadas por algunos profetas del Antiguo Testamento en sus visiones. Habla de un cambio de figura o de aspecto en Jesús ante los ojos asombrados y temerosos de los discípulos que le acompañan; de la aparición de dos personajes, Moisés y Elías, que representan la Ley y la profecía y aglutinan la Antigua Alianza; se permite incluso aludir al gozo experimentado por los testigos del suceso, recordando la exclamación jubilosa de Pedro: Maestro, ¡qué hermoso es estar aquí! Haremos tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Y finalmente, la voz: esa voz que sale de la nube (lugar de la presencia de Dios) como de una boca oculta y misteriosa y que delata al Transfigurado como su Hijo predilecto que, por lo mismo, debe ser escuchado. Para Pedro, aquella voz (y visión) significó la confirmación de la palabra de los profetas, esa palabra con la que él podía estar familiarizado. Jesús era realmente el enviado de Dios, más aún, su Hijo amado, su único Hijo. Por eso, debe ser escuchado, porque habla de parte del Padre. El imperativo de estar a su escucha brota de su condición de Hijo. ¿Qué otra persona puede merecer mayor atención que la venida de parte de Dios para comunicarnos su mensaje, su voluntad?
Cesada la visión, acabada la experiencia, bajaron de la montaña. Y Jesús les manda no contar a nadie lo que han visto y oído hasta que resucite de entre los muertos. Al parecer, aquellos testigos respetaron esta consigna; y sólo tras la resurrección de Jesús dieron a conocer al mundo su experiencia. Ya no había motivos para mantenerla oculta. Aquello había sido un anticipo de la misma resurrección: como en la Transfiguración también aquí se había producido la transformación de un cuerpo terreno y mortal en cuerpo glorioso, pero a diferencia de aquel cambio momentáneo de figura, aquí se había dado una transformación permanente y definitiva.
Pero no debemos alterar el orden de las cosas. La transfiguración es el marco en el que acontece la voz imperiosa salida del cielo: escuchadlo. En él hemos de fijar nuestra mirada, ante todo para escucharlo. Esto es lo que realmente importa. Sólo prestándole atención como a lámpara que brilla en lugar oscuro podremos dejarnos transformar (=transfigurar), empezando por la mente, capaz de captar el significado de las palabras, pasando por los sentimientos, que tanto contribuyen a modelar la personalidad de una persona, y acabando por el cuerpo que la muerte reduce a materia en descomposición, pero la resurrección transforma en soma glorioso.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID